Cabala criolla, Editorial Universidad Nacional de Quilmes (2014)

La jugada de Amengual

Raúl Santana

Desde sus primeros trabajos publicados a comienzos de los años 70 hasta la actualidad Lorenzo Jaime Amengual sigue siendo una figura difícil de ubicar en cualquiera de las tendencias que han venido ocupando la escena artística de nuestro medio. Sus esporádicas apariciones como dibujante y humorista en medios de prensa, como ilustrador y gestor cultural, como director de arte en publicaciones periódicas y agencias de publicidad o como investigador de la imagen en la cultura visual de Buenos Aires, han mostrado el despliegue de las múltiples facetas de su rica personalidad. Arquitecto de formación desde 1964, este cordobés nacido en Villa María ha estado permanentemente abocado a las artes gráficas con solvente actuación y con una rigurosa curiosidad por sus procedimientos. De ahí que se autodefina como «Superviviente de la linotipo y sus letras de plomo, usuario compulsivo del tipómetro de bronce. Hoy digital confeso de la primera hora, reconvertido en veterano adicto a la Macintosh. hacedor de revistas y libros metido a escritor por necesidad, para intentar un rescate». Esta última frase nos remite a lo que es oportuno señalar: su tarea teórica puesta de manifiesto en la extensa investigación que llevó a cabo sobre la obra del gran dibujante Alejandro Sirio, que concluyó en la edición del magnífico libro Alejandro Sirio el ilustrador olvidado. Lanzado por ediciones de la Antorcha en el 2007, con motivo de la muestra del maestro realizada en el Museo Nacional de Bellas Artes en Buenos Aires. Más allá de otras consideraciones, la monografía propone una extensa reflexión sobre uno de los temas predilectos de Amengual: la importancia que tiene la tradición gráfica en nuestro medio, legado que ocupa un lugar preponderante en la configuración de nuestra herencia simbólica.

En las esporádicas referencias a la historia del dibujo en la Argentina casi siempre su práctica se consideró, no como ilustración o como funcional a los medios de prensa, sino como expresión autónoma, es decir, la obra que no pretende ninguna función más allá de su propio acontecer. Por suerte, ya a mediados del siglo XX, así como comenzaron a borrarse los límites entre poesía culta y poesía popular, también en el terreno del arte se diluyeron los límites entre autonomía y funcionalidad, dando paso, en la rica década de los años 60, a una verdadera constelación de dibujantes-ilustradores como Carlos Alonso o Roberto Páez, para nombrar solo a dos que, con pleno estatuto estético, hicieron brillar la rica tradición gráfica. Por otra parte, como efecto de las nacientes teorías sobre los medios masivos de comunicación y el Pop-Art, el arte que cotidianamente ocupaba espacios en esos medios ingresó en forma paulatina en el campo estético; aquello que Oscar Masotta —por entonces investigador del comic y la historieta— denominó literatura dibujada en la publicación que fundó (LD) y que, no obstante su corta vida, resultó muy significativa a mediados de aquella década. Por último, es conveniente tener en cuenta la reflexión de Oscar Traversa en el prólogo al libro de Amengual sobre Alejandro Sirio: «La modernidad y sus extensiones de nombre diverso, y más aún en nuestros días, han dado lugar al curioso efecto que consiste en conocer menos a los productores de las cosas que más frecuentamos, tal como suele ocurrir con los que dan forma a aquello con lo que cotidianamente se alimenta nuestra mirada. Tal es el caso de la configuración de un diario, una revista, un libro: sus viñetas, sus ilustraciones, es decir, todo ese inmenso extendido que recibe el breve nombre de ‘gráfica’».

Cábala Criolla

Por los datos que aporta el propio Amengual sabemos que en el univeso de la quiniela, las figuras necesarias para la interpretación de lo soñado y su correspondencia con algunos números, son una versión rioplatense de la smorfia napolitana que llegó a nuestras orillas con el flujo inmigratorio iniciado en el siglo XIX y fue penetrando, con variantes y transformaciones, en el ambiente popular local que terminó apropiándose de ellas y olvidando su origen.

[…] Es fácil advertir las connotaciones sociológicas, psicológicas y antropológicas que se dan cita en el popular juego: ese corpus de cien números que constantemente, en el adicto, hace brillar la esperanza. Estas características del juego han sido el campo propicio para desatar la imaginación de nuestro artista, el punto de partida para ejercer sus interpretaciones, que siempre serán invenciones de la ecuación invisible que significa el sueño de cada número en la visualidad de la imagen gráfica: dibujos realizados con el procedimiento del grattage o esgrafiado, que, como el frottage, fue supuestamente inventado por Max Ernst, aquel fundamental artista del surrealismo abocado a la creación de nuevos sistemas para concebir imágenes. Consiste en cubrir una superficie blanca con tinta negra o a la inversa para luego, mediante el raspado, ir extrayendo las figuras buscadas. El efecto tiene semejanzas con la xilografía, aunque este procedimiento alcanza sutilezas difíciles de lograr con aquella técnica. Además de la plenitud del blanco y negro típicas del grabado en madera, el grattage suma la versatilidad de lo lineal y las gradaciones de medias tintas que multiplican las posibilidades de la imagen. Sin restarle importancia a sus magníficos dibujos directos, en el grattage se revela la excepcional condición gráfica de Amengual, pues sabe el artista que estas obras están destinadas de antemano para su reproducción múltiple, lo que determina que las imágenes creadas adquieran la cualidad de modelo o matriz. Es por eso que siempre sus obras manifiestan rotunda claridad y eficacia comunicativa.

Quien haya frecuentado a Lorenzo Amengual sabe el espacio que el humor ocupa tanto en su vida como en su obra. Su mirada —impregnada de realidad empírica y de inauditos componentes tomados de la sociedad y de la vida cotidiana— desnuda hábitos, solemnidades y tics, como la constante celebración del juego de existir. A su enorme capacidad de observación —típica de los grandes dibujantes— ha sumado el diálogo fecundo que mantiene con la vasta cultura gráfica, particularmente notable en nuestro medio. Artistas como Calé, el genial dibujante de Buenos Aires en Camiseta, o los personajes de Lino Palacio con sus giros impensables y frescas ocurrencias, más todas las publicaciones que poblaron su vida, gravitan en su obra —a veces como citas transfiguradas—, atravesando su cábala criolla. Amengual se inscribe en ese largo capítulo de nuestro arte, caracterizado como sátira social. El grotesco y la caricatura —esas permanentes invenciones formales y exacerbaciones de fisonomías y figuras— desfilan en las imágenes de su juego como una cabalgata fantasmal por esos márgenes donde la vida canta en falsete o desentonando. También encuentran visibilidad en estos dibujos aquellas figuras de la jerga quinielera que hoy, completamente absorbidas en el habla cotidiana, circulan proporcionando gran variedad de metáforas. Los números evocados en sus imágenes, cada uno con su figura central y las figuras secundarias, componen este extenso imaginario de frontales jeroglíficos, donde los símbolos entran y salen en una «divina comedia de barrio», para registrar y entregar al fin una cachafaz sabiduría popular.