Testimonio para la santificación de Jorge Bonino
En 1950 tenía yo once años y los viernes esperaba con desesperación que el silbato de la fábrica de fideos, que ocupaba una manzana cerca de mi casa, marcara las dos de la tarde. Juntaba entonces mi papel Canson y mis lápices de colores y salía corriendo a la Academia de Bellas Artes de mi pueblo, Villa María.
Los viernes la clase era especial, había un concurso de dibujo libre con premio: una barrita de dulce de leche, marca “Broca”, una golosina ordinaria, que valía cinco centavos, pero que para mí tenía un valor superior. Me había acostumbrado a ganarla.
Después de una semana de copiar la flor de lis de yeso, la posibilidad de dibujar autos, aviones y trenes, me atraía sobremanera. Un día antes había visto trabajar, por primera vez en mi vida, una máquina excavadora. Estaba asombrado, la máquina hacia una zanja para enterrar un desagüe que prometía liberar a parte de mi pueblo de la condena de convertirse en Venecia con cada lluvia. Ese sería el motivo de mi dibujo.
Entregué mi hoja. En ella, la máquina amarilla y roja se veía entre las palmeras del boulevard España; pero no gané el premio, otra hoja, con dos esplendidas rosas a la acuarela, me birló el caramelo. Mire al gordito ganador con mucha bronca. El pibe me sonrió. Así conocí a Jorge Bonino.
Lo vi otras veces en casa de los Hammerschmidt, mi segunda familia, pero Jorge, no se sumaba al trío de protoingenieros que formábamos con Wimi y Titón, para inventar telégrafos, explosivos, armar aviones y engrasar las bicicletas.
Yo me fui a hacer el secundario a Córdoba, donde coincidí en el colegio con Carlos Narvaja; sin embargo, en mis regresos al pueblo siempre me sorprendía alguna noticia de Jorge, como ese pequeño gesto que, en cuarto año, repitió hasta que la profesora de castellano, fuera de sí, salió indignada del aula.
Durante un dictado, cada vez que la profesora decía “coma” para indicar el signo gramatical, Jorge, obediente y polisémico, se paraba al lado del pupitre, sacaba un pan de su bolsillo, le daba un rápido mordisco, lo guardaba, se sentaba y volvía a la tarea.
Me impresionó la muerte accidental de su padre, farmacéutico que todos conocíamos, a quien se le reventó el tubo de oxigeno que manipulaba.
Volví a encontrar a Bonino en 1957, en la Facultad de Arquitectura en Córdoba; creo que a partir de allí fue mi amigo. No digo que lo conocí, Jorge tenía algo profundo en su personalidad que no mostraba, pero fue mi querido amigo y quiero relatar experiencias junto a el vividas para registrar y dar fe de sus actos.
Jorge fue una víctima de la tecnología, mejor dicho de la falta de ella, el video tape llegó tarde para registrar su imagen y su arte. Por eso su existencia pende de la palabra. Solo queda de él una primitiva grabación, que tomó Von Raichenbach de una de sus actuaciones en el Di tella, y una filmación que nunca vi y que, si existe, como el Santo Grial, se oculta en algún rincón en París.
El idioma
El nacimiento de lo que en adelante llamaré el idioma, su mayor creación, no fue epentino. Fue construido de a poco, casi un bordado, los tonos se amalgamaron lentamente: recuerdos de frases de sus maestros, de sus observaciones de los personajes del pueblo y mucho de su madre, Dora (la “Castra Dora”, como a veces la nombraba Jorge) y además de la lectura de un librito extraordinario, una especie de manual del Pastor, que De Lorenzi leyó, y cuya procedencia desconocemos. Era un Evangelio, libro con la Palabra de Dios en francés; sobre cada linea, el texto había sido traducido literalmente al castellano con la ayuda de un diccionario, el resultado de tal traducción literal era delirante.
La experimentación del Idioma fue a conciencia. Un lugar donde solía comprobar su eficacia era el transitado Salón de los pasos perdidos, del viejo Palacio de Justicia, en Córdoba. Había allí un teléfono público, desde donde Bonino, en su idioma, solía mantener largas y airadas discusiones legales con un interlocutor inexistente, la discusión subía de tono, se caldeaba; comenzaban los gritos, las anotaciones en un cuaderno y el revolver de papeles en el portafolio con gestos airados. A su alrededor, una multitud galvanizada de secretarios, abogados y jueces, no podían sustraerse de quedar atrapados del problema legal de ese extranjero, que planteado en idioma ignoto, habían comprendido.
Eran años de prohibición del Peronismo. En el estudio que el arquitecto Pons tenía en su primera casa, cercana a donde hoy está el Sheraton, Jorge, desde una media altura, pronunciaba en su idioma un discurso político fuerte y conmovedor, un verdadero Führer. Recuerdo sus brazos tensos y los puños apretados a los costados del cuerpo, la boca: un tajo tembloroso, traspirado, jadeante. Fascinados por el acto, los presentes no advertimos la irrupción de la empleada doméstica de Pons, que se arrojó sobre Bonino, le abrazo los pies y mientras lloraba y lo besaba le decía:
—Mi Peroncito… mi Peroncito.
En esa oportunidad escuche por primera vez, de boca de Pons, la palabra “Valdenses”.
El ciclo del enano
Ahora me doy cuenta que su aprendizaje concluyó en el patio de atrás de la casa de María Rossi, en la calle Corrientes al 600. Allí hizo su tesis de actor. Era un segundo patio profundo, en el corazón de la manzana. Culminaba con una fila de habitaciones de servicio, un chorizo de dos plantas de construcción antigua que cubría la pared medianera del fondo. En la planta alta Mabicha, Jorge y Ferradás (otra alma buena), habían instalados tableros. Una escalerita estrecha y empinada de material daba a un pasillo exterior en voladizo, con baranda maciza de ladrillos, que permitía acceder a las habitaciones arribeñas.
El patio estaba rodeado por edificios linderos altos, uno de ellos era un conventillo, (una “corrala”, dirían en Madrid) donde en cada habitación vivía una familia. Desde el pasillo exterior que tenía cada uno de los cinco o seis pisos del inquilinato, si se miraba hacia abajo, se podía ver el patio y las piezas que he descrito. Si lo imaginan, coincidirán que ese espacio formaba un teatro natural, un verdadero “Old Vic” provinciano, donde Shakespeare se las hubiese arreglado sin problema. Los Pasillos convertidos en palcos y las piezas en escenario.
Bonino, con la complicidad de Ferradás, había inventado un acto increíble. A un viejo gabán, Jorge, costurero habilidoso, le había cosido otro par de mangas a la altura de los bolsillos para que funcionaran como pantalones. Jorge se lo ponía y Ferradas, que era menudo, se metía en la parte delantera del gabán, que cerrado, lo ocultaba.
Ferradás enfundaba sus brazos en las nuevas mangas y metía cada una de sus manos en un zapato. Mágicamente el engendro tomaba vida y se convertía en un maravilloso enano equilibrista, con la cabeza y las manos de Jorge, el vientre abultado (Ferradás adentro), con piernas cortas y zapatos de charol (los brazos y manos de Ferradás). El enano actuaba sobre el borde de la baranda, que a su vez impedía ver las piernas de los operadores.
En los momentos de descanso del estudio, entre mate y mate, el enano solía aparecer. Corría y bailaba, con vocación suicida, por el borde de la baranda; zapateaba, cantaba, daba discursos y recitaba en el idioma, Ferradas metido dentro del saco no podía ver; brazos y piernas se movían discordantes, ese enano impresionaba.
Tal aparición no pasó desapercibida a los vecinos del inquilinato, se asomaban para verlo y comenzaron a aplaudirlo tímidamente. En el verano la cosa cambió; en las noches, subidos a cajones y sillas, cómodamente instalados, los vecinos del inquilinato, ahora multitud, exigían a los gritos: “que salga el enano… que salga el enano…” y el enano, que siempre se debió a su público, salía y actuaba a sala llena.
Eran funciones de varias horas, con aplausos apoteóticos, diálogos con el público, intercambios de puteadas en el idioma y pedidos de bis.
Todos sabíamos que Jorge era “evangelista”. Siempre recordaba a un abuelo pastor y solía imitarlo con temor y picardía. En castellano —cuando su idioma aún estaba en formación— explicaba, con retórica de predicador, los ingredientes y los procedimientos necesarios para hacer una pizza de anchoa. El discurso se caldeaba y alcanzaba su clímax condenatorio cuando explicaba cómo acomodar las cuatro aceitunas finales (cuatro, como los jinetes), a esa altura todos los presentes temblábamos acongojados y tensos, a la espera del Apocalipsis cercano, la aducción de las almas y el fin de los tiempos.
Mis amigos alemanes eran Luteranos, los ingleses anglicanos, me parecía extraño que un descendiente de italianos fuese protestante. Hace poco, motivado por la invitación de ir a Córdoba a recordarlo, recordé (la redundancia vale) que Jorge, alguna vez me comentó sobre sus orígenes Valdenses.
Indagué sobre los Valdenses. El resultado de esta búsqueda (¡grande Google!) resignificó mi visión de Bonino, hoy veo en su actuar las señales de una liturgia de cristiano primitivo que tiñó su vida. Muchos de los que creí actos de humor, hoy pienso que fueron genuinas y sentidas manifestaciones de un creyente sincero, que intenta transmitir su credo.
Pedro Waldo y los Valdenses, una introducción necesaria
El movimiento evangélico de la Edad Media, nacido más de cuatro siglos antes que Lutero, recibió un valioso refuerzo en el siglo XII, con la conversión de Pedro Waldo.
Este rico comerciante de Lyon, impresionado por la muerte súbita de un amigo con el cual estaba conversando, abandonó sus negocios para trabajar sólo para la salvación de su alma. Pero no fue a encerrarse en un convento a profesar el voto de pobreza, resolvió deshacerse de sus bienes, administrándolos él mismo para beneficio de los pobres.
Consideró que Dios vería con buenos ojos si hacía traducir la Biblia al idioma vulgar y ponía en manos del pueblo las Sagradas Escrituras con palabras comprensibles. Hizo transcribir a mano muchos ejemplares del Libro, que cristianos fieles hicieron circular de una aldea a otra. La gente sencilla de esa época (de todas las épocas) era bruta pero no comía vidrio: comenzó a seguir a Waldo.
El clero romano, que sintió amenazado su monopolio interpretativo, su grey y su bolsillo, miraba con recelo a aquellos hombres humildes y respetuosos que, de dos en dos, descalzos y pobremente vestidos, iban predicando la Palabra de Dios para que todos la entendieran. El arzobispo Guichard, Primatesta de Lyón, se cabreó y les prohibió predicar.
Pedro Waldo apeló al Papa en 1179, el Papa lo trató amablemente pensando que los pobres de Lyon, como les llamaban, permanecerían dentro de la Iglesia Católica. Pero este francés cabeza dura y lúcido, a quién Dios le hablaba al oído, resolvió junto a los suyos seguir predicando el Evangelio con sencillez. Era menester obedecer a Dios antes que a los hombres. Sostenía que es la santidad de la persona, no la ordenación, lo que habilita al sacerdote. Formaron entonces la Iglesia Evangélica Valdense y le dijeron ¡Chau! al obispo de Roma, tres siglos antes de que naciera Lutero.
El Vaticano respondió inmediatamente. La acción: edicto de excomunión contra los Valdenses. El año: 1181.
La Corporación de Roma, poderosa y necia, obligó a los Valdenses a irse de Lyon. ¡Craso (graso, grueso) error!, esta acción los expandió a la fuerza. En vez de desaparecer, extendieron su influencia, y de ser una pequeña irritación local, se convirtieron en una auténtica inflamación generalizada en toda Europa, un verdadero dolor de orquis para la Iglesia Católica. Roma aplicó entonces las tres acciones de marketing directo que siempre le han dado resultado: expulsión, persecución y masacre.
En las primeras décadas del siglo XIII, muchos Valdenses perseguidos, se refugiaron en lo recóndito de los valles alpinos de Italia. En tres valles del Piamonte, Lucerna, Perusa y San Martín, formaron pueblos enteros. De alguno de ellos, seguramente, vienen los Bonino. Ahora me explico la costumbre de algunos piamonteses de leer la Biblia mientras hierven los cardos para comer la Bagna Cauda. En una la larga lista de apellidos italianos de origen valdense que he consultado, aparecen: Bonin – Bonnin – Bonino y sus variantes Bounnin – Binnin.
¿Que tiene que ver esto con Jorge? ¡Mucho! En la edad media, la gente atribuía a los seguidores de Waldo una cualidad milagrosa, aseguraban que “cuando hablaban eran entendidos en todas las lenguas” ¿no era este el milagro cotidiano de Bonino?
Milagros de comunicación que he presenciado
No contaré, por conocidos, ni los de la ópera Popotovna, representada en la Facultad de Arquitectura; ni los de la Bienal Latinoamericana de Arte, ni los ocurridos durante una visita que resultó clave para muchos de nosotros, (no fue ni la de Herberth Read, ni la del cineasta Mac Laren, ni las charlas con John Cage). Fueron Marilú Marini y Ana Kamien con su Dance Bouquet en el viejo Rivera Indarte. Las chicas nos volaron la cabeza y nos brindaron su amistad, aunque muchos hubiésemos preferido que nos brindaran algo más íntimo. Tampoco contaré del Buenos Aires consagratorio. Está dicho y escrito en el libro de King (no es nuestro Eric) sobre el Di Tella. Yo daré fe de los milagros presenciados en España.
Madrid, con oso y madroño (1968)
La casa de la calle de Antillón, en el barriada obrera de Puerta de Ángeles, cerca de “la quinta del sordo” donde vivió Goya, refugiaba a varios cordobeses, resultado de esa primera diáspora voluntaria, en búsqueda de otros panoramas creativos. Ana María Pellegrin, Horacio Vaggione y Jorge Bonino me dieron asilo allí, en mi primer viaje.
Era aun la España autoritaria de Franco, “Caudillo por la Gracia de Dios”, que no se cansaba de repetir allá, con su vocecita de almacenero de acá: “los tres pilares de la Patria son: El ejército, la Iglesia y el Movimiento” (la falange).
Perón vivía ya en Puerta de Hierro y, si era necesario llamar por teléfono a la Argentina, tarea compleja y cara en ese tiempo, siempre se podía recurrir por pocas “pelas” a los servicios de un compatriota, que sabía como robar la línea telefónica de las oficinas de Jorge Antonio.
Milagro en la Plaza de la Cebada
La casa de Antillón era austera, sus habitantes pobres. No tenía calefacción ni agua caliente y el invierno en Madrid puede ser duro. Siguiendo el consejo sabio que encierra el refrán popular: “Sábado de sabadete, camisa limpia y polvete”, era el sábado, al menos un sábado de cada dos, día de irse a bañar a los baños públicos.
En la Plaza de la Cebada, en el Madrid de los Austrias, a pasos de donde está el pozo de agua que utilizaba san Isidro labrador, patrono de la ciudad, había una vieja casa de baños. Allí acudíamos en conjunto. Al regresar, por “las vistillas”, en el tugurio de la esquina de Redondilla y Bailén, solíamos comer unos boquerones sublimes, antes de desbarrancarnos hacia el rio Manzanares.
Atendido por viejas que parecían las parcas de los grabados de Goya, los baños funcionaban en una especie de salón de techos altos, color celeste intenso, tibio, vaporoso y chorreante de humedad, Tenía unos diez o doce compartimentos con bañeras.
Las viejas te asignaban una: —Tu, a esa tina—, la llenaban de agua caliente y cerraban la puerta. Bañarse llevaba la mañana, era todo un programa, además aprovechábamos el agua tibia (y turbia) final, para lavar la ropa. Jorge tenía su método. Se sumergía vestido e iba enjabonando y lavando su ropa de afuera hacia adentro, Se sacaba la prenda lavada, la escurría y la dejaba en el banquito, así, hasta llegar al cuero.
Una de las virtudes del establecimiento era que se podía conversar con los otros bañantes, los tabiques divisorios no llegaban al techo. Bonino, que tenía gran oído y memoria musical, siempre cantaba en la tina. Lo hacía con su voz potente de tenor y en su idioma. Arrancaba con la parte del galán de varias zarzuelas, cuya melodía se sabía de memoria; de afuera, las viejas a coro, le hacían el contrapunto, cantando en castellano las partes de la soprano. Los dúos eran estupendos. Escuche “La verbena de la paloma” varias veces. Las viejas adoraban a Jorge. A ellas, el canto de él, les sonaba en español.
Transformación del Censor José Ávila del Bierzo en Pepe
En ese contexto, Jorge, sin un cobre, intentó representar Asfixiones, su primera obra. Pero montar una obra en esa España no era “voy y lo hago”. Primero se debía explicar y convencer al Censor para que extendiera su autorización.
El procedimiento: El Censor leía el guión para descubrir y subrayar con lápiz colorado las indecencias políticas y morales del autor, sospechado desde el principio de ser o comunista o maricón o al menos afrancesado, o las tres cosas. “Vamos… si no tenéis el carné de la Falange, por algo será… y no os hago cantar ‘De cara al sol’ para que no paséis vergüenza”.
El guión, corregido y vuelto a corregir, repetía el camino hasta que la persistencia del autor, el aburrimiento del Censor y las mutilaciones del texto, coincidían en la autorización o en el “ni se te ocurra”.
El censor era un empleado público del Ministerio de Información que, como el verdugo —recuerden la maravillosa película de Berlanga de 1963—, debía cumplir su burocrática tarea a conciencia para conservar su puesto.
Jorge, recuerda Ana María Pellegrin, hizo una exitosa representación de su obra en el teatro estudio Madrid, que dirigia Juan Carlos Plaza. A ella fue el Censor, y citó a Bonino en su despacho.
Imaginen la impresión de este cuando se le presentó Jorge: extranjero, alto, anteojos culo de botella, cara de judío, con un saquito blanco que le quedaba chico, con dos bolsas de hule, de esas para ir al mercado, llenas de objetos extraños; que trataba de contarle una obra de teatro sin guión. Quedó pasmado. Algo dentro suyo le hizo sospechar: o un extraterrestre había golpeado su puerta, o el polla floja de su jefe intentaba ponerlo a prueba, para descubrir si alguna flaqueza había ablandado su criterio. (A este me, lo mandó ese hijoeputa, pensó.)
Lo atendió con desconfianza. A la segunda frase en el idioma, don José Ávila del Bierzo, 50 años, petiso, con calva prominente y bigotitos “sardina”, castellano viejo nacido en León, que supo ser maestro, que recordaba los discursos de José Antonio y adoraba al Caudillo, de cargo censor, saltó y paró en seco al muchacho:
—¡Eso es en Ruso! Joder… ¡que tú me hablas en ruso… si hasta pareces Lenin! ¡ Me cago en la leche… a mí me hablas en español, me traes todo traducido, sólo falta que me digas que tu pareja, en la putañera obra, será “la Pasionaria”!
Las reuniones fueron muchas. La obra nunca se hizo, pero la fiera se fue amansando, hasta que Bonino fue Jorge a secas para el censor, y Don José Ávila del Bierzo, para Jorge, Pepe.
Bonino llegó de su última reunión muy deprimido. Sin autorización, pero con un trozo de cecina. Me la regaló Pepe, dijo y agregó imitando al censor: “es de León, la mejor cecina de España”.
Una tarde tomábamos una clara en el Jijón, que estaba a pleno. En otra mesa Carlos Rodríguez Sanz y Manolo Coronado le daban al rollo de inventar el nuevo cine español, (Almodóvar no se si ya trabajaba en el correo), y Kiti Mamber era, entonces, una hermosa jovencita andaluza (¡anda! da luz) recien llegada, que deseaba ser actriz.
Cortando el humo de los cigarrillos, se nos acercó un señor trajeado de anteojos negros (¡la cana! pensé yo) que saludó a Bonino, era don Pepe que nos había visto por la ventana y había entrado para decir: —Jorge, pásate por el despacho a visitarme, tu sabes que me gusta escucharte hablar en ruso… y me gusta porque si lo hablas tu, joder…¡que lo entiendo todo!
Peregrinaciones por Medinaceli Guadalajara y Toledo
A pesar de haberle escrito una afectuosa carta a Le Corbusier para agradecerle su tarea de maestro, carta que Le Corbusier respondió de puño y letra con este texto: «Sr. Bonino, sólo el buen Dios debe saber la tarea que me asignó en la tierra» —¡El ateo Le Corbusier hablando de Dios! Nos parece que intuyó a quien se dirigía, sostiene De Lorenzi—, a Bonino no le interesaba ejercer la arquitectura. Pero en España necesitaba trabajar en algo. Ana María Pellegrín, creativa para la supervivencia como buena colla jujeña que es, vio para Jorge una salida en la docencia. Bonino sabía tejer, bordar, dibujar, era arquitecto, se daba maña para cocinar, ni hablemos de tapices y cerámica, o fabricar títeres.
En vacaciones los maestros de España hacían cursos de perfeccionamiento. Ana apuntó a los docentes de manualidades, un curso para ellos sería novedoso y autorizado por el Ministerio sin muchos peros. Lo dictaría Jorge Bonino. El curso fue un éxito, tuvo una inscripción altísima. Sin duda, los docentes de manualidades estaban ávidos de perfeccionamiento. Lo que Jorge ignoraba es que en ese tiempo el total de los docentes de manualidades de España ¡eran monjas!
Bonino hablaba y explicaba, rodeado de 30 monjas que tomaban nota. Sospecho, por las risas que dicen se escuchaban, que ese curso fue la verdadera representación del Asfixiones en Madrid. Las monjas llevaban exquisiteces para comer, cantaban por lo bajo mientras bordaban, tejían o dibujaban, había alegría. La clase final fue apoteótica. Adioses, diploma y cada cuala a su convento.
Y entonces, pafraseando al tango, comenzó para Jorge su vida “de errante bohemia”. Comenzaron a llegar cartas. El texto de todas era similar. “Jorge, soy la hermana Maria Veneración, te acuerdas, a la que le enseñasteis a dibujar, le hablé mucho de ti a nuestra Madre Superiora, manda a decirte que por que no vienes a visitarnos antes que empiecen las clases. Va la dirección del convento”.
Y Bonino, que como “el enano” se debía a su público, envolvía la caja donde llevaba sus cosas, la ataba con hilo de esparto, la tomaba en una mano y partía cual peregrino a Santiago. La otra mano aferraba las bolsas del mercado que ocultaban su gabinete de curiosidades portátil y las agujas de tejer.
Un decamerón casto se escribía entonces, dos o tres días de desenfreno puro, actuación, canto, sermones y procesiones, disfrazado de cura por las hermanas. Risas y además, leche frita y torrejas.
De su paso por Nueva York y Paris, hay otros apóstoles que pueden dar fe. Eric Ray King, Luis Felipe Noé, Nora Murphy, Marilú Marini y Antonio Seguí.
Yo cuento sólo lo que vi y creo que mi testimonio alcanza para su santificación.
Se que hay curiosos por escudriñar a Jorge, para ellos mis consejos:
- Quienes quieran saber sobre la locura, lean a Erasmo.
- Quienes quieran saber sobre drogas, lean a Leary, al Thimoty, que vivió 100 años.
- Quienes quieran saber sobre sexo, no lean, investiguen practicando.
Noticias sobre su muerte
Sepan que ha resucitado. Los que lo han vuelto a ver, cuentan que aun para a los taxis con su grito de advertencia: Kamatetero… Kamatetero… y que guarda en sus bolsas sorprendentes, ese artificio con un hilito encerado, con el que imita el cacareo de la gallina y esa cornetita-cabeza, de papel maché y boca articulada, que si la sabes usar, puede decir Maaa…Ma…
Buenos Aires, octubre de 2007