Mi relación con el dibujo de Sirio es antigua. Comienza en Villa María, pueblo de la pampa gringa, en Córdoba. Sería 1950, año del Libertador General San Martín.
Yo, de once años, dibujaba de la mañana a la noche encerrado en un galponcito de chapa que había en el fondo de mi casa. Mi mamá y mi abuela, desesperadas, cuchicheaban en piamontés tratando de diagnosticar mi dolencia. Como todos los veranos, íbamos con mi papá cada noche a la estación ferroviaria del pueblo a ver la locomotora del tren a Buenos Aires. La Vulcan, 150 toneladas de acero inglés, era imponente: sus tres cilindros arrancaban al fuego casi 4000 caballos de fuerza.
Ver la locomotora detenida, presentir su potencia y escuchar el silbido del vapor después del disparo de las válvulas de seguridad era para mí una experiencia mística. Yo y todos los chicos de mi pueblo soñábamos con ser maquinistas.
—Mañana te voy a dar un libro, me dijo mi viejo mientras volvíamos. El pueblo estaba vacío, hundido en el calor de una medianoche sin viento; solo estaban vivas las nubes de bichos alrededor de las farolas.
El chirrido de la bicicleta del nochero, ese empleado ferroviario encargado de despertar casa por casa a los maquinistas para que no llegaran tarde al relevo, se escuchaba a lo lejos.
—Era de tu abuelo, me dijo mi viejo al día siguiente, mientras me alcanzaba un libro de hojas amarillentas de La gloria de don Ramiro. El dibujo de la tapa me conmovió. Recuerdo haberlo copiado varias veces. No entendí el libro, pero al ver esa ilustración supe con total seguridad que quería ser dibujante. El nochero jamás vino a despertarme. Mucho tiempo después descubrí que ese dibujo era de Alejandro Sirio y salí a buscarlo.